El día de la bestia

En algún momento de 1999 decidí eliminar de mi vocabulario toda sentencia que comenzase por “Yo nunca”. Es más, soy educada con todos los curas por si acaso. Pero es que ni así se libra una de tener que tragarse sus propias palabras... Y es que digo y Diego son dos viejos conocidos. Os acordáis? Lo dije, bueno no, lo escribí bien clarito hace siete meses: “No me mueven ni a pedradas de este piso” 

Y a que no adivináis lo que he hecho? Pues sí, me vuelvo a mudar (en ello estoy!). No sé si es que muy dentro de mí me he propuesto batir el récord mundial de mudanzas al año o que la oportunidad apareció tan calva que no me pude resistir... Solo diré que por cuatro euros más de alquiler al mes ganamos treinta metros cuadrados extra. Y todo sin comisiones a agencias. Tú qué hubieses hecho? Pues yo también. 

El hombrecillo verde que vive en mi hombro derecho me lo recordó: “Servidora, que esto implica meter todas vuestras pertenencias en cajas y transportar las cajas, y los muebles y desmontarlos y volverlos a montar. Y domicilia la luz, nuevo módem, a saber cuándo va a funcionar el teléfono...” No le escuché. Treinta metros cuadrados extra es una guinda demasiado dulce como para no hincarle el diente. 

Podría elaborar bastante más la lista de engorros que supone (otra vez) una mudanza, pero en lugar de eso, voy a centrarme en esa gran batalla que la mudanza me ha ayudado a ganar. Y es que le he sacado partido al Pisuerga y he conseguido que Polanski se enfrente al peor de sus miedos, su asignatura pendiente: el cajón de los calcetines! 

Y es que habíamos llegado a ese punto que tantas parejas alcanzan en su relación. Hay questiones que realmente preferirías no tener que formular nunca. Aguantas y aguantas. Se lo dejas caer, al principio sútilmente, luego ya no tan sútilmente, hasta que llega un día en que no te queda más remedio que amenazarle: el cajón de los calcetines o yo. Y ese día había llegado. El día de la bestia. 

Para satisfacción de mi ego (y por su bien), elige “yo”. Así que coge su ipod, se pone los cascos y se encierra en la habitación. 

[1 hora]

Preocupada por él, abro sigilosamente la puerta y me asomo tímidamente. El espectáculo es dantesco. Tres colinas en la cama: una marrón, una negra y la tercera azul. Ya sabéis que no me gusta exagerar, pero fácil, fácil, unos doscientos calcetines (que de ninguna manera se va a traducir en cien pares, eso ya lo sé yo). Además, los calcetines habían invadido parcialmente el cajón contiguo (peor de lo que yo pensaba!).

En el centro Polanski, semienterrado por los calcetines en estado de shock, hiperventilando:
- How did this happen? Cómo he llegado aquí? Cómo? Cómo?

Yo creo que llevaba unos 20 años evitando este momento.

Me solidarizo y le echo un mano. Fue duro, no lo voy a negar. Incluso con mi ayuda, nos costó lo suyo hacer pares e identificar viudos. Hubo muchas bajas. Exhausta, confio en que al menos haya aprendido la lección y que, en el futuro, comience a hacer pares a la puerta de la lavadora... Pero no:

- A partir de ahora, no volveré a comprar más de un par del mismo modelo.


La señora Molinero

Es “tremendamente grato” que tires a arrancar tu coche y un misterioso y complejo sistema de fallos eléctricos no solo haga saltar la alarma, sino que además la mantenga sonando después de apagar el motor. Decibelio puro a diestro y siniestro! Y por supuesto esto pasa estando aún sin bici (al igual que a Jeffrey Lebowski con su alfombra, a mi también me han dicho que tienen a sus mejores hombres buscando mi rueda). 

Toco todos los botones que encuentro, y nada. Abro el capó, y me quedo igual que estaba porque no sé que tocar. Desde mi limitado conocimiento de usuaria, identifico unos tres o cuatro sitios donde se puede destornillar algo. Subo corriendo a casa y traigo todas mis herramientas, que enumeraré a continuación: destornillador grande, destornillador pequeño, llave Allen de Ikea, martillo. Ninguno de mis destornilladores valen para esos tornillos. Con la tuerca no puedo ni intentarlo. Del martillo, decido prescindir por el bien de todos.

Allí estábamos servidora, las herramientas y los decibelios, cuando aparca un coche justo a mi lado, del que baja una señora muy mayor con una muleta. No iba ni a preguntarle (prejuzgar mal servidora, mal! mal!), pero tal era mi abatimiento que de perdidos al río: “perdone señora, no tendrá usted una llave inglesa?”

Parecía que esta iba a ser la historia de cómo hice callar a mi coche (que también os lo diré). No lo es. Esta es la historia de como conocí a una gran mujer. Por suerte se llama Müller, así que no tengo que inventarme un nombre para mantener su “anonimato”.

La señora Müller me lleva a su casa y saca una caja de herramientas que ni Manolo el fontanero. No tenía llave inglesa porque tenía llaves fijas de todos los tamaños. “Llévatelas y ya me las traerás”. Y así fue cómo solté un borne de la batería y acallé a mi coche (y a los vecinos).

De esto hace ya dos semanas y se puede decir que fue el comienzo de una gran amistad. Justo ayer estuve tomando unos vinos con ella, que cuenta nada menos que con 84 años, veinte de viudedad y  dos operaciones de cadera. Eso sí, me dice, la vista la tiene buenísima. Súper planazo (y por una vez no, no lo digo con ironía). Porque es un lujo poder pasar una velada con una señora que vivió en sus carnes la segunda guerra mundial y que hizo un voluntariado de un par de décadas dedicado a la integración de inmigrantes como yo, pero en los sesenta. Les acogía en su propia casa y les enseñaba alemán (que pena no haberla conocido antes!). Escucharla me hace más sabia. Además, hace unos pastelitos divinos.

Ya saliendo por la puerta le digo: 
  • Señora Müller, cuando vaya a España la semana que viene le voy a traer unos pastelitos típicos de mi pueblo
  • Bien, bien, muchas gracias. Pero si a ti te da igual, mejor que pastelitos, no me podrías traer schorizo de ese naranja?

Me rio. Es de las mías!